Revista Informar
"No somos héroes, sólo personas que ayudamos a los demás"
Las Caras Del Mar
28 DE FEBRERO DE 2017

Un día Iván Martínez decidió comprarse una maleta. Fue así como comenzó la vida de este nadador de rescate y operador de grúa del Helimer que empezó a nadar antes que a andar. También vuela.
Maite Cabrerizo
Carmen Lorente (tratamiento fotografía)
“Mamá, dame dinero para comprar una maleta que me voy”. Así, sin más, empezó la nueva vida de Iván Martínez, este nadador de rescate y operador de grúa que un día salió de Albacete para recorrer el mundo por el aire. Era 2001, las oposiciones de bombero iban viento en popa, pero se le cruzó en el camino Salvamento Marítimo y no lo dudó. Fue uno de los elegidos. “Un trabajo que no cambiaría por nada. Somos unos privilegiados”.
Y lo de privilegiados lo dice por las vidas que ha salvado (y las que quedan por salvar) y por tener el honor de tener una “oficina” con las mejores vistas posibles. Amaneceres poéticos, atardeceres vistos desde el aire que, pese a los 16 años que lleva en la empresa, le siguen emocionando.
Su madre le dio el dinero, cómo no, pero, “¿dónde dices que te vas? ¿No puedes trabajar en una oficina, como una persona normal?” Pero la pregunta sobraba porque este rescatador no es una persona normal (valga decir que no sabemos si alguno lo es) y a sus 42 años sigue itinerante por esa necesidad de ver, de conocer, de compartir, ¡de vivir!
Nacido en suiza, pero de Albacete de toda la vida, su afición a la natación -“empecé a nadar antes que andar”- y sus sentimientos hacia los demás le llevaron a buscar un trabajo que le permitiera dar lo mejor de sí mismo. Y aquí lo hace. Cada día que sale a volar sabe que es un día en el que la adrenalina te hace sentir diferente. “Pero los años son una buena escuela”, reflexiona.
Todavía recuerda cuándo empezó. No había móviles e iban con el buscapersonas a todas partes. “Sólo ir al mercado era ya era estresante, porque cada pitido que oías pensabas que era una llamada. Vivíamos una especie de libertad condicionada”, compara. Y sin embargo, pese a saber que tenía que estar a 10 minutos de la base, si tuviera que elegir qué quiere ser de mayor, lo tendría claro. Sus fotos dan fe de ello. Pero lo hace desde la modestia, desde uno más de este trabajo que aunque diferente, no les hace héroes. O eso cree él.
“No rescatamos personas. Les ayudamos a salir de un apuro”, subraya, borrando la palabra héroe, “porque sólo somos personas que hacemos un trabajo para ayudar a los demás. Un héroe es un médico o un veterinario que salva vidas”.
La mejor medicina, sus palabras
Efectivamente Iván Martínez ayuda. Y lo hace con palabras tranquilizadoras, con ese grado que da la veteranía, con frases como “venga, vamos, que éste no es un buen sitio para que te quedes”, le susurra con cariño a la víctima a la que lleva pegada a su cuerpo por los aires.
Y eso tranquiliza al rescatado, que sólo con mirar a los ojos de Iván sabe que está en buenas manos. A veces en tan buenas que es difícil de olvidar, incluso para el propio Iván. “Siempre te acuerdas del cadáver que has sacado, o de la madre embarazada, o de ese bebé para el que has tenido que improvisar una cuna con tu mochila…”, cuenta emocionado. Pero al final hay prioridades. “¿Qué es correcto? La decisión que tomes, porque al final salvas una vida, y si puedes salvar todas, mejor”.
Y si puedes no tener que salvar ninguna, mejor aún, como decía la abuela de una exnovia. “Dejar tranquilo a Ivanchu, que si no sale es porque todo fuera está bien”. Y verdad no le faltaba, ya que aunque este rescatador peque de modesto, él y los suyos se juegan la vida en cada misión. “Si me tengo que quitar el chaleco por salvar a alguien me lo quitaré”. Y oyéndole, uno sabe que es verdad.
El boom de las pateras
Su entrada a la Casa coincidió con la llegada de pateras, cayucos hechos a mano que dejaron muchas vidas en el camino. “Se ahogaban porque se tiraban sin saber nadar, porque no traían ni chaleco”. Y ahí estuvieron Iván y los suyos día sí día también, sin tiempo para asimilar nada que no fuera sacarlos con vida.
“Los sudafricanos eran todo a amor, gracias y gracias y gracias. Te miraban a los ojos y eso no se olvida. Tampoco los cuerpos sin vida que se quedaban en la roca”, dice bajando la voz. Almería, Jerez, Canarias… “Ni con los años te haces. Te quedas triste, pero luego intentas contagiarte de lo bueno de la gente que te rodea”.
Como su familia. Porque aunque vive en todas los sitios posibles, con casa oficial en Tarifa, lo cierto es que en la órbita de sus viajes está Albacete, donde recala para mimar a su madre, “la que más se merece en este mundo”, cuenta con pena tras la muerte hace poco más de un año de su padre. El segundo de tres hermanos, tiene muy claro sus preferencias. Y su madre es, sin duda, la primera.
Pero estas caídas son momentos puntuales, porque en el aire Iván se transforma. Hoy compagina el trabajo de nadador de rescate con operador de grúa, una transición lógica que llega con la edad y de gran responsabilidad, “porque la vida de tu compañero y del rescatado dependen de ti”. Y al momento en esa modestia que le caracteriza, dice, “de ti y de todos. Somos un equipo y todos somos necesarios”.
Iván Martínez juega con ventaja en esta función. Haber estado colgado ahí le hace conocer mejor que nadie lo que su compañero necesita. “Es importante conocer el oficio. Hay empatía y complicidad con la que persona que está abajo porque lo has vivido en tu propia carne”.
Santi Guinea, Alberto, Sergio, Antonio Padial, Néstor Perales… son nombres que le surgen bote pronto cuando piensa en lo que es su carrera. Para todos tiene elogios, con todos buenos momentos y penas compartidas.
Angelitos de la guarda
Un día alguien les llamó los angelitos de la guarda, “porque los que estamos pescando y os oímos pensamos: ya están nuestros angelitos”, le dijo un pescador. E Iván sonríe. Por toda esta familia en la que aviones, barcos, torres se dan la mano con el mismo objetivo: salvar vidas. “No tengo derecho a quejarme de nada. Sería injusto y egoísta si lo hiciera. Tengo lo mejor”. (Aclaración fuera del reportaje: somos nosotros los que tenemos lo mejor).
Volvemos a ahora a aquella maleta de los 20 y tantos años que su madre le regaló. Hay hueco para los amigos, muchos; también hay espacio para esas vidas que ha salvado, para ese bebé que cogió en brazos, para la madre que buscaba un mundo mejor en una patera; hay hueco para las horas compartidas con los compañeros, para ese despacho con vistas al cielo, para el niño Iván que nadaba en Albacete y para el maduro Iván que hoy sigue soñando con ser feliz. Y por supuesto, hay hueco para esa madre, aunque sólo sea porque un día le dio el dinero para comprar la maleta. No importa el color o la marca… lo que sabemos es que es tan grande en recuerdos que vaya donde vaya va a ser necesario facturar. Su peso, lo vale.
*Próximamente. Quédense con este hombre, el de los Ocho apellidos gallegos. Antonio Carlos Ponte Dopazo, el hombre que hace andar al SAR Gavia. Y no sólo porque sea su Jefe de Máquinas, sino porque llevan vidas paralelas. La una sin la otra ni se entienden ni tendrían razón de ser. Decía Miguel de Unamuno, “hay ojos que miran/ hay ojos que sueñan/ hay ojos que llaman/ hay ojos que esperan”. Y los de Antonio Ponte sueñan, esperan y miran al mar. Siempre con ese ADN de quien trabaja en esta Casa. “Estoy donde quiero estar”. Y donde nosotros queremos que esté: en Las Caras del Mar.