Revista Informar
La piel en el Mediterráneo
Las Caras Del Mar
04 DE MAYO DE 2017

Maite Cabrerizo /
Lucía Pérez (tratamiento fotografía) /
Ana María García Salcedo (ilustración)
Que no hablen de mí hasta que no hablen conmigo. Y eso hacemos, hablar con el capitán de la guardamar Polimnia Miguel Parcha para comprobar en primera persona que lo que se dice, se cuenta, se rumorea del capitán es sólo una cuarta parte de lo que esconde este cántabro que se deja la piel en el Mediterráneo.
Hoy nos lo han puesto fácil, porque la historia de Parcha se escribe sola. Él dirá que con ayuda de su tripulación (y algo de eso ahí); de la torre de control (también); de los compañeros de flota, del Helimer y del avión Sasemar. Y razón no le falta en ese derroche de generosidad y agradecimiento que le marca, pero la tinta que hace posible esta historia es de él y sólo de él. Porque Santoña puso “la mar y la anchoa”, pero su corazón que navega libre, como su barco, ha hecho el resto.
Hoy es un día especial que compartimos con él en primera persona. Nunca le había pasado en los años que lleva recogiendo pateras que una de las jóvenes rescatadas se pusiera en contacto con Salvamento Marítimo para agradecerle que vuelve a vivir. Que hoy es libre y feliz en Alemania. “Es muy emocionante saber que el esfuerzo mereció la pena”, dice Miguel Parcha, que rápidamente comparte la buena nueva con su tripulación. “Que todos lo sepan”, apunta el marino de sangre que primero tuvo la mar como juego, luego la mar como medio de vida y ahora la mar como su gran confidente. “Allí donde viva tengo que ver la mar”.
Y es que, quienes conocen Santoña saben de qué habla, aunque su padre nunca fue marinero. Sí sus otros dos hermanos, uno de ellos gemelo que se ha retirado también en esta Casa. No es el caso porque Parcha ni se va ni le dejan irse.
“De aquí no se mueve”, dicen al unísono sus marinos, que lo tienen como capitán, pero también como amigo y confidente. Así lo ven ellos y así lo dibuja la ilustradora Ana García Salcedo, que no ha dudado en regalarnos este dibujo dedicado al capitán. En los salvavidas son todos los que están, pero no están todos los que son.
Atención los que al leer estas letras se sientan identificados con los síntomas del denominado mal del barco. Ése que hace además de compañeros, amigos; ése que aun estando en tierra, te hace pensar en ellos y no hay mes que pase sin alguna llamada o mensaje al grupo; ése que se genera cuando se tienen dos casas. Avisamos, hoy por hoy no se conoce tratamiento. Lo sufre Parcha y todos los capitanes y flotas que tienen aquí su otra familia.
Chico para todo
Miguel Parcha supo desde niño que quería ser marino. Y como niño (era aún menor de edad) entró en un barco en el que era el chico para todo. “Chico, trae esto”, “Chico, coge aquello”. Pero no le importaba. Su sueño era navegar y su padre lo puso en la mar. Literalmente. En un barco para la pesca de bonito que pasaba meses fuera de casa. El cántabro no desaprovechó la oportunidad y fue metiendo en esa mochila que nos da la vida todo cuanto puedo aprender.
“¡Todo era emocionante!”, recuerda. El barco y la gente. Tenía 17 años y al finalizar la campaña, en septiembre y fiestas de Santoña para más datos, supo que no quería ser chiquillo, y se fue directamente a matricularse a la Escuela Náutica. Eso sí, para dolor de su madre que le dijo, acostumbrada a que el niño viniera con pescado fresco a casa, “¿Pero hijo, quién me va a traer la merluza ahora?”.
Hacemos un alto en el relato para advertir de dos cosas. Que a Miguel Parcha no le gusta el pescado (otro mal que sufren muchos marinos) y que es cabezota (como buen cántabro). Sacó el título de mayor de Máquinas y de Puente y pasó a trabajar en remolcadores.
De aquella época le queda la lectura (no había tecnología como ahora) y los buenos compañeros para los ratos de nostalgia. Que los había. Pasaron diez años no sin sobresaltos, como los que da la propia mar.
Pesadilla en Alaska
Era 1983 y Miguel, con poco más de 20 años, vivió una de sus peores aventuras en Alaska, en la captura del bacalao. Una vía de agua que acabó en un naufragio a 20 grados bajo cero. “Aquello era como lo que yo había visto en las películas. Y te das cuenta de lo que allí vale no es la teoría, sino la experiencia”.
El barco estaba en lastre. Iba hundirse. Eran las 5 de la madrugada y el tiempo se detuvo. El gas se había congelado en las balsas salvavidas y el agua iba subiendo metro a metro; se paralizaron los motores auxiliares. Miguel Parcha no recuerda lo que pasó por su cabeza. Perdieron todas sus pertenencias, pero estaban vivos, “y eso te hace ver todo de otra manera”, dice aún con escalofríos en el cuerpo.
Sobresaltos que da la mar, y que da la vida. Posteriormente le diagnosticaron una enfermedad pulmonar que, sin embargo, no le evitó hacerse buceador profesional (lo hemos advertido, hombre de retos y, sobre todo, cabezota).
Trabajó bajo el agua que ahora navega entre 1992 y 1996. Entonces eran otros tiempos, sin comunicaciones con el exterior. “Estabas solo, aislado del mundo. Solo y en silencio”, recuerda con cierta nostalgia, cuando el buceo no contaba con los medios actuales.
Nostalgia de ese silencio atronador, de esa soledad que acompaña, de ese frío abrasador que da la mar… Si hay que buscar un ejemplo de oxímoron (dos palabras opuestas que juntas generan una tercera con un significado distinto) éste es del propio capitán Parcha. Porque don Miguel, como le llaman no pocas veces, es capaz con su manera de ser de unir lo que dios, el hombre o el lenguaje ha desunido. Y así ni los sustos, ni esas inmersiones a 30 metros de profundidad en la que dices “por los pelos” fueron suficientes para poner fin a esta aventura.
En 1996, y después de trabajar en el Museo Marítimo de Santander haciendo cartas arqueológicas (entre los cientos de cosas que acumula en su currículo), Miguel Parcha llegó a Salvamento Marítimo. Y dijo sí, quiero. Y hasta hoy, que repasa desde Almería su paso por la Casa.
¡De aquí no me muevo!
Su periplo es amplio y en todas sus paradas resume la experiencia como “inmejorable, me hubiera quedado allí”. Empezó en Cariño, “una experiencia increíble”; se fue a la Salvamar Gadir, en Cádiz, “con una gente maravillosa”; llegó a Mahón, “donde me hubiera quedado”; siguió su ruta por el País Vasco “como en casa” y de allí a Almería, “de aquí no me muevo”.
Una empatía de ida y vuelta, porque en Mahón los bomberos le hicieron homenaje, en el País Vasco salía del puerto con los mejores pescados y en Almería todos ponen cara a este gran capitán al que muchos identifican con pateras.
“Es el capitán de la Polimnia”, dicen los paseantes que le ven casi a diario en la televisión. Es inevitable. Para Parcha, como para el resto de la tripulación, “sentir que salvas vidas te hace sentir que tu trabajo sirve para algo”.
Y no es de extrañar que sean muchos los que le dan las gracias. Porque el trabajo que se hace en el barco es inmejorable. Lo dicen los rescatados o la Cruz Roja, cuya colaboración se hace necesaria.
Miguel Parcha pasea por el puerto de Almería. Mira al mar de Alborán con tristeza. “Hace buen tiempo. Hoy pueden llegar muchos”, dice preparándose para recibir al que lo necesite. Y no habla sólo de darles mantas o un cacao caliente. Habla de cariño, habla de esos largos viajes de vuelta en el que los ojos de los rescatados se quedan grabados a fuego, esas horas cruciales en la que los niños que un día salieron de su país encuentran abrigo y juego.
Y Parcha lo sabe. Y su tripulación. Óscar, Roberto, Luis, Juan, Quique, Salva, Jorge lo saben. Y en la torre de control lo saben. Son rudos marineros, no hay duda; profesionales de lujo en la plantilla de Salvamento Marítimo, pero grandes personas ante quienes nos quitamos el sombrero. Han aprendido hacer figuras con globos, cantan y bailan si ello suaviza ese viaje a un sitio desconocido. También llevan chucherías que les regalan los escolares que visitan la Guardamar para que la tripulación reparta entre “los niños de las pateras”.
No sabemos si los hombres lloran, Miguel sí. Porque su voz se emociona y sus ojos brillan cuando piensa en lo que se ha hecho. ¡En lo que queda por hacer! En Santoña le espera su hijo Pablo de 12 años. En el cole lo cuenta todo: que su padre es capitán, que su padre salva vidas, que su padre es un tío excelente… y ya se sabe que los niños nunca mienten. Pablo Parcha tampoco.
Nota de autor: Si tú lector estás en ese grupo de personas que necesita buenas vibraciones, buena gente, dosis de optimismo y de ilusión, ¡avisamos! En la guardamar que capitanea Miguel Parcha hay barra libre. Eso sí, aventuramos una polimnitis aguda para la que no se conoce tratamiento.
*Próxima semana. “Aquí Salvamento Marítimo Valencia, adelante”. La voz que suena es la de Evangelina Díaz, controladora en el CCS valenciano. Es aquí, desde estas torres de control, desde donde se dirigen las operaciones de rescate; donde gracias a sus operativos se salvan muchas vidas. No se les conoce, están siempre al otro lado, pero son el cerebro que maneja los hilos, que da las pautas a los barcos, aviones y helicópteros. 24 horas abiertos los 365 días del año acostumbrados a mantener la calma y a buscar soluciones. Les podemos decir que estamos en buenas manos, en las mejores manos.